domingo, 15 de abril de 2012

Aline Kominsky Crumb

Un tipo alto, guapo y divertido, de esos que en las fiestas cuentan chistes y enseñan los abdominales, andaba detrás de su mirada, y ella me la lanzó a mí cuando subí las escaleras buscando el baño de una casa que no era mía ni era suya.

Me ganó porque era grande y no podía hacerle daño, lo bastante grande para hacerme sentir inofensivo. Me eligió sin aspavientos, se zafó del placaje de aquel tipo y se sentó a mi lado para no mirarme desde arriba. Una cama nos encontró y fui un ascensor; ella había apretado todos los botones sin preguntar si el mecanismo tenía memoria.

Pensé en Rubens pero sobre todo en Robert Crumb. Ella era grande, fuerte, con la mirada profunda y la sonrisa ligera, y una voz preciosa que compartía una lengua extranjera.

Tuve que ponerme de puntillas para besarla antes de irme y tardé mucho, bastante, en darme cuenta de que me había engañado.

Era grande y fuerte. Pero cuando algo como lo que se me había roto a mí se rompe, nadie está a salvo de clavarse los trozos más pequeños.



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